10/30/2007

No es tan obvio como parece.

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Para todos los que nos sabemos de izquierda (porque aquí siempre se trata de una convicción inamovible -y a veces entre las pocas que tenemos- la cuestión no está en quién tiene o no tiene la razón, ni mucho menos entre quién nos dará más o menos en términos políticos de "calidad de vida". La respuesta siempre es una y la conocemos: Somos de izquierda porque la izquierda es la postura lógica. O porque quizás la culpa -en un único acto de sapiencia y gratitud- nos hace saber que el mundo y sus bondades no pueden repartirse del modo en que se hace hoy en día. No es justicia mientras somos unos pocos los que, en detrimento de los muchos, llevamos una vida apenas decente y justificable.

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No. En la izquierda están los de izquierda. Y los de izquierda no tienen muchas alternativas, ni tampoco mucho margen de maniobras. La ecuación que nos define es tan sencilla como dificultosa le resulta a quienes siguen creyendo que acumular capital los garantiza el futuro del mundo. Una sencilla división: Arriba: los recursos del mundo. Todos, sin diferenciación. Todos, sin fronteras ni garantías. Abajo: las personas. La población que compone este planeta singular y caótico. Todas ellas: las ricas y las pobres, las paupérrimas y las moribundas, las plurales y las singulares. ¿El cociente? Todavía positivo. Porque todavía el mundo alcanza para todos, y quizás de muy buena forma. A pesar de contarnos en los rangos de los 6,500 millones, el mundo sigue teniendo suficiente para que podamos comer. Todos, no unos cuantos. Mucho, no unas migajas. Con la debida sobriedad de algunos. Con la palpable desesperación de los que cada minuto se mueren de inanición, de sed o de injusticia. Para todos hay. Es sólo que el mundo no lo quiere así.
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Día a día nos muchos, entre la izquierda, nos vemos señalados por los débiles de corazón. ¿Cómo te atreves a comer si tanto te duelen los que no comen? ¿Cómo te atreves a sufrir si te he visto sonreír, codo a codo, en los eventos "chic" en los que semanalmente concurrimos? ¿Cómo se te ocurre abogar por los moribundos, si no te cuentas entre ellos?

Todas esas preguntas retóricas construyen el gran puente del sofisma en el que viven quienes no pueden -o no quieren- darse cuenta. Todos los hombres son mortales. Todos los hombres requieren comer para vivir. Si no comes, no opinas, porque estás muerto. Y si estás muerto, no te escuchamos, porque yo soy un mortal con más tiempo en mi carnet. Patrañas individualistas. Mierda en los ojos de quienes eligen no mirar pero sí señalar con una saña terrorífica. Y, peor aún, resulta que por el otro lado, la popa del barco, el lado ciego del vehículo, la retaguardia de la nave interestelar, hay un mundo que se nos viene encima vertiginosamente. El mundo que se seca y que se muere. El mundo que sobreexplotamos y a la vez desechamos todos los días. El agua que se termina y que en cualquier esquina alguien tira y escupe, desde el extremo de la manguera, para lavar las manchas de su banqueta, o para regar las flores in vitro que mantiene en su balcón, en cualquier ciudad alejada del hambre inminente, o de la sed devastadora, sin que le pasen por la cabeza todas esas gargantas que desfallecen en mitad del Sahara pues no tienen una gota para beber.

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Y digamos que es posible escaparse del sofisma. Digamos que se puede sobrevivir y también hablar de los casi muertos. Digamos que nuestro punto es tomado en serio, y que no requiere credenciales para validarse frente a los ojos de todos aquellos a quienes nada les importa más allá de su condominio y la plusvalía de sus bienes raíces. Pensemos en esa izquierda, casi diminuta, y que montada en una comodidad, larga como mansión o minúscula como quincena tercermundista, se atreve a mirar fuera de la burbuja.


The Constant Gardener:

"We can't save the world, you know that. We cannot help them all." le dice el marido a su mujer arrebatada.
"But THESE two we can help, right now. Let's take them home. It's 40 miles away. It's going to take them an entire day to get there..." -ella replica-
Luego él acelera su Land Rover, en mitad del camino entre Nairobi y cualquier parte. Y la decepciona para siempre, al punto que -cuando ella es asesinada- él no tiene idea de quién era, ni qué estaba haciendo en mitad del África bronca, junto a él.

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Y así es como opera. Todo el tiempo. Los de izquierda con su premisa y con su sensación de tener la razón. De estar en lo cierto. De creer en algo que es obvio y que todos los demás tendrían que entender por eso mismo. Incapaces de mirar a esos otros, que son muchos y muy distintos, pero que no razonan ni comprenden ni construyen sus paisajes del mismo modo en que su ingenuidad izquierdista construye los suyos. Y para colmo, están los que suponen que la conciencia social tiene grados y niveles, y que la conmiseración es mesurable al punto de que el enemigo es aquel que no tiene tantas medallas como uno. Si no has vivido en la miseria, tres puntos menos. Si no has tomado un rifle y soñado con la rebelión, seis puntos menos. Si no has besado las mejillas de una anciana paupérrima en la sierra gorda de Querétaro, diez puntos menos. Tú no perteneces aquí. Vete con los otros.

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Mientras tanto, hoy en Orange County están muchos de esos otros, sentados, martini en mano, a la orilla de esa terraza de 360 grados, en la esquina de su burbuja veleidosa: los verdaderos acomodados del mundo. Los grandes ciegos. Los que suponen que en 20 años podrán cenar billetes de 100 dólares cocinados al vapor que deje la muchedumbre podrida. Espinacas para un cruel marino tuerto. El Popeye que no sabe nada de nada más allá de los bonitos prados que para entonces estarán secándose o bajo el agua que el Océano Atlántico, en franca revolución, les esté regalando cinco metros por encima de su condominio en Palm Beach. Los trillonarios que siguen jugando al Monopoly, unos con otros, y seguros que la grotesca acumulación de riqueza con la que han sido bendecidos luego de 50 años de libre mercado, les servirá como protección contra los éxodos que el hambre, la sequía y el calentamiento global habrán de llevarles a millones de desposeídos frente a las puertas de sus ridículos paraísos personales. Y sin embargo, mientras el rigor de la naturaleza no les sea suficientemente drástico, estos maniquíes de la plusvalía no sólo no moverán un dedo, sino que seguirán gobernando a los gobernantes del mundo, a nivel casi general, y seguirán patrocinando jabones en polvo con Aloe Vera, barras de jabón que huelan a Lavanda (L número 5 de Johnson y Johnson), gimnasios subacuáticos y restaurantes anaeróbicos que, 800 metros por encima del mundo, desde la torre de concreto que está por terminarse en Dubai, mirarán hacia abajo con la incredulidad que caracteriza a quienes apuestan por lo permanente. No, el calentamiento global no existe. La hambruna todavía es problema de esos paupérrimos que no importan. La lista de Forbes sigue siendo la pista sobre la que hay que correr.

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Estadísticamente, los amos del mundo se resumen en unos cuantos miles. Con una precisión tenebrosa, el imperialismo que los arcaícos Marx y Engels predecían hace 150 años hoy es una realidad en la que quinientasytantas familias controlan el 60% del PIB mundial. Y mientras unos mueren de hambre y otros de aburrimiento, cierta clase impredecible que pulsa en el medio de todo tiene en su manos el rumbo de la historia. Pues, como siempre, y por obra y gracia de la imperfección democrática, es la superviviente clase media la que en el mundo occidental tiene el poder tácito y la palabra palpable para corregir o reforzar el destino de la humanidad política. La misma clase media que defiende al precio de sus pezuñas esos pequeños logros de comodidad que ostenta frente a los desposeídos. La misma que constituye el mayor mercado de todo el marketing del mundo. El target máximo de los publicistas, los publirrelacionistas, los bares, la urbanidad y todos los placeres de occidente juntos. Porque los ricos, los verdaderamente ricos, no se mezclan ni con vinagre ni con aceite. Viven un mundo aparte. Esas peleas las dejan para los que no están en ningún lado de la trinchera. En el justo medio, la pista del circo romano donde los leones híbridos de la mercadotecnia están siempre dispuestos a perseguir, ajustar o engullir la voluntad de esas minorías ilustradas que acaban por ser las que depositan los votos definitorios y construyen el poder de la "democracia". Demogracia. Jo, qué gracia.

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He ahí la pelea. En esa clase media que es más mieda que media. Clasemiederos. Clasemierderos. Defensores de migajas. Cortesanos que se comen lo que sus monarcas dejan caer por las comisuras de sus bocas de muérdago podrido. Débiles de mente, débiles de corazón, débiles de ansia porque el ansia sube y baja como sale y entra una pastilla de viagra. Drogados, dormidos, entretenidos. Depositarios de los cuentos y de los albedríos. Pusilánimes vástagos que por el hecho de no sentir hambre ya se creen saciados. Y peor aun: también creen saciado al mundo. Heces sin remedio. Antenas repetidoras de cualquier discurso capaz de alimentar la desmemoria. Desmemoriados por ende. Padres e hijos del olvido. Carentes de coherencias más grandes que las que otorgan los monosílabos. Padrotes de la justicia. Putas de sus propias carencias. Incapaces. Amputados. Muertos aún más que los muertos. Empequeñecidos.

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Ese es el cazo en donde se cuecen la verdad, dura e implacable como el hambre de los hambrientos, junto con la conformidad y la transigencia que -víctimas de tantos leones- se deshacen al primer hervor y sin mirar las consecuencias. Y ahí es donde algunos que vivimos en esa -diminuta- izquierda tenemos que desdoblarnos y resplandecer para seguir vivos, meritorios de algo mejor que el malvivir o la hambruna, y desesperanzados observadores del mundo de malvavisco que a lado nuestro pasa y pasa, todos los días. Ese es el campo de batalla. No el de Miami, Manhattan o Santa Fé. No el de Palermo, Palermo Hollywood o las Lomas de Chapultepec. No tiene caso predicar el hambre entre los hambrientos, ni la saciedad entre los satisfechos dentro de tanta insatisfacción. Ninguno escuchará la voz del verdadero mundo, al menos no ahora, antes de que el pseudoequilibrio se rompa y no haya otra cosa que masacres y desgracias sobre el piso del planeta. La batalla está entre quienes tienen oídos pero eligen no escuchar. Con los que tienen nombre pero prefieren callárselo. Entre aquellos que todavía es posible conmover y conmoverse sin pecar de tramposos ni llamarlos superfluos.

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La historia, hasta hoy, parece confirmar que la sinrazón que Thomas Hobbes suponía como punto de partida del hombre, ese "Estado Natural" de cavernícolas hambrientos y mierderos, se ha traducido, con mucha sofisticación -hay que decirlo- en estas razones a medias que la sociedad y el mundo viven como axiomas en su vida. Somos seres envidiosos y repulsivos por naturaleza, y este cuento positivista que entre Smith, Keynes, Churchill, Stalin y Nixon nos ha sido vomitado encima, es el único camino-profecía para el que -además- ya tenemos un final ultradescrito y apocalíptico. El Mad Max y no el Blade Runner. El 12 Monos y no el Star Wars. El nuevo planeta Marte, desértico e inescrutable, en lugar de la sociedad armónica y progresista que el poder del lenguaje podría ayudarnos a crear.

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Nací hace 28 años. No sé cuántos me queden. Al ritmo que llevo, quizás sean unos pocos, o quizás no (pues la vida sigue dando sorpresas, a pesar de nosotros). Dudo que si la raza humana logra (y va muy bien) extinguirse, toda esta historia y estas imágenes y estas computadoras pudieran ser entendidas por la próxima raza dominante. Es decir, no creo en la perpetuidad, y mucho menos en la de nuestra historia como especie parte del universo. Y por eso apelo a quienes escuchen, a quienes quieren o quieran escuchar. A quienes se atrevan a tomarse medio segundo en este medio clasemierdero como resulta ser el blog: Si no somos nosotros, ni no es aquí, si no es ahora, el mundo probablemente acabará extinto y sin remedio. Hagamos algo. Lo que podamos. Lo que nos dé la gana. Pero algo. Convencer a un amigo no es tan difícil. Convencer a un inmune puede lograrse. Pero convencerse a uno mismo es lo más importante.

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Yo ya estoy. ¿Quién se apunta conmigo?

10/17/2007

Sencillamente...

Uno siempre podría empecinarse para explicar algo que es muy sencillo. ¿Por qué es más sensato ser de izquierda que ser de derecha? Por una muy inequívoca razón: Porque es lo correcto.

Sin embargo, y como la derecha siempre ha tratado de apegarse a la moralidad que le resulte más pragmáticamente conveniente, este argumento no es tan fácil de definir como parece.

Pero sí. Es eminentemente sencillo. Y en esa obviedad es en la que tantos y tantos grupos sociales se asfixian para explicar a un ser tan estúpido como certero, cual resulta Hugo Chávez. O tan gris pero tan pragmático como lo ha sido Néstor Kirchner.


¿En qué radica el corazón de la problemática? En que, mal o bien, el bienestar de los muchos casi siempre depende del sacrificio de los pocos. Pensemos en Francia: Su esquema fiscal e impositivo resultaría inaceptable para muchos de los "otros" países de occidente. Sin embargo, su democracia funciona. Y no sólo funciona: Incluso los conservadores han ostentado el poder desde hace más de doce años. Y aunque muchas cuestiones relativas a la política exterior de ese país, han cambiado, lo cierto es que el nivel de vida y las condiciones laborales se han mantenido casi intactas. ¿Por qué? Porque Francia no le tiene miedo a la democracia. ¿Cómo? A través de una participación social que muchos países podrían envidiarle.

Pensemos no sólo en la salud, sino en cualquier otro síntoma social digno de la manifestación. En México, desde que tengo memoria, todos aquellos que se atreven a tomar las calles son inmediatamente catalogados como "perredistas" violentos. Irrespetuosos, rebeldes frente a las instituciones. Insalvables.

Y sin embargo, en México nunca se ha escalado ninguna violencia capaz de reventar 15 automóviles en una semana. Nunca esas "violencias" han pasado de las calles. Nunca ninguna de estas violencias ha realmente "parado" el país. Pero eso sí: Los muchos gobiernos no han reparado en bautizarlas como grandes desestabilizadoras de la nación, para luego reprimirlas a mano limpia, o a guante sucio.

Realmente estamos muertos. No somos mejores que Guatemala o El Salvador, ni siquiera Honduras, al menos en lo que a democracia se refiere. Estamos mal, estamos locos. Y aunque nuestra condena sea la de prestar atención, eso no habrá de salvarnos mayormente. No somos nada. Y no lo somos, porque no lo queremos.

México no tiene rango de juego. Ni mucho menos lo tiene Estados Unidos. Como bien dice Michael Moore, en su último documental, el imperio y sus cachorros sólo esperan el momento en el que puedan desesperanzar a la gente. Porque ciertamente es más manejable aquel pueblo aterrado de sus gobernantes -ese, comprador de armas que pretenden hacerle sentir en control- que aquel "otro" gobierno, ese realmente aterrado de sus pobladores: porque son capaces de diferir, discernir, pensar y concluir.

Y por eso es que nos enfrentamos ante un monstruo jamás antes visto. El monstruo de la conformidad y el desdén por los demás. El monstruo del silencio y del ya veremos. El monstruo del ahora. El monstruo de la nada.

Estamos condenados a morir. Aún en las mejores ciudades del mundo. Aún en Manhattan y en Brooklyn: No hay nada que podamos hacer frente a la insalvable realidad de que vamos a quedarnos sólos, o a dejar sólos a aquellos que nos quieren: Vamos a morir bajo nuestra propia voluntad. La voluntad del desarrollo. El camino del futuro, la industria, el deseo. Todo sepultado bajo la inviabilidad de ser todos protagonistas. Porque no se puede. Porque realmente, no hay cabida para todas las historias.

Pero no importa. Persistiremos. Callaremos. Continuaremos. Nos creeremos soldados, rescatistas, merecedores de la atención. Michael Moore's de petatiux.


Aunque al final, siempre retumbe el mismo epitafio: "Hasta la victoria siempre". Y aunque Disney diga "Y más allá".

Al cabo de eso estamos hechos.